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¿Usted también escribe?

3 septiembre, 2013 Deja un comentario

Queridos lectores:

Retomo mi blog, siento haber estado ausente tanto tiempo, no es falta de cariño y me hubiera gustado decirles que estaba escribiendo una novela, pero no, estaba siendo personaje principal en la novela de mi vida.

Mientras extraños y excitantes sucesos estaban dándose lugar en mi vida personal (licencia de escritor) la verdad es que transcurrieron los meses y no les miento si escribí, pero no publiqué nada, así que prometo compartir mis vicisitudes, mientras les dejo un texto de Ibargüengoitia que me encanta y es sobre las cuitas de los escritores.

Recuerden que los quiero con el alma. Ustedes son la razón de que yo esté aquí. Les dejo un beso.

Ibargüengoitia frente a la máquina

¿Usted también escribe?

Analfabetismo incipiente

De Jorge Ibargüengoitia

Publicado en Ideas en Venta. México. Editorial Joaquín Mortiz, 1997.

Según parece, en los Estados Unidos el número de personas que han escrito una novela es monstruoso. Muchas veces mayor, por supuesto, al número de personas que han publicado una novela. En nuestro medio, inclusive, a pesar del elevado número de analfabetismo que tenemos, el número de personas que creen que podrían escribir una novela con las experiencias que han tenido en su vida, es tremendo. Un soneto es algo mucho más difícil porque hay que aprender a rimar y a contar sílabas. Pero una novela. ¡en prosa! es la cosa más fácil del mundo. Basta con sentarse frente a una hoja de papel y contar todo lo que nos ha pasado en nuestra vida, que es tan interesante. Lo malo es que no tiene uno tiempo, porque hay que trabajar para sostener a la familia, llevar a los niños a la escuela, ir a fiestas, lambisconear al jefe, etcétera. En realidad, escribir novelas es un trabajo de ociosos. Pero eso no quita que la mayoría de la gente tenga un talento novelístico innato, o mejor dicho, literario. La prueba está en las composiciones que hacíamos en la escuela y las dedicatorias que poníamos el día de las madres. Eran geniales.

Esta situación, la de vivir en un medio de novelistas potenciales, no frustrados, porque nunca han intentado ejercitar sus talentos, ni fracasado en el intento, hace que personas como yo, que no hacemos más que lo que todos podrían hacer, seamos considerados como una raza parasitaria, superflua y, francamente, de muy poco talento, porque nos cuesta un trabajo horrible hacer lo que todos harían en sus ratos de ocio.

Por otra parte, esto de usar para expresarse un medio que todos conocen a la perfección desde primero de primaria, hace que los escritores tengamos una cantidad de críticos exactamente igual al número de personas que saben leer y escribir. El de lectores, en cambio, es mucho más reducido, porque la mayoría de los críticos son apriorísticos.

-¡Novelas, las mías!- dicen, y no compran las nuestras. Criticar a un pintor o a un músico es más difícil. Al primero porque sus cuadros no los ven más que los culteranos que van a las exposiciones, y porque, además, ése sabe mezclar los colores, que requiere cierta ciencia; al segundo, porque nadie sabe leer música. Esos son desechados por locos que, en nuestro medio, es lo mismo a ser desechado por genio. Pero nosotros, los escritores, estamos en la línea de fuego.

-Oye, ¿cómo no me habías dicho que eras escritor?- me preguntó una mujer con quien he tenido la desgracia de trabajar varias veces en congresos- A ver qué día me regalas uno de tus libros.
Ha de creer que uno tiene que andar anunciándose, y que los libros los escribe uno para regalarlos. Yo nunca le pregunté si era casada, y si me enteré de que tenía una tortillería automática, fue por boca de terceros. Además, nunca se me hubiera ocurrido pedirle una tortilla.

-Oiga, patrón, ¿cuándo escribe un libro de veras bueno?- me preguntó un mimeografista a quien cometí la torpeza de regalarle un libro- Digo, porque ése es de relajo.

Pasa uno muchas vergüenzas.
-Tus libros me parecen superficiales- me dijo una culta, y por supuesto, mal educada- pero mi yerno dice que tienen mucho porvenir, y él es argentino. Fue un consuelo.

Pero veamos cómo se comportan las demás profesiones. Un ingeniero se pone Ing. antes del nombre, y cuando su mujer llega a la casa, le pregunta a la criada: ¿ya llegó el ingeniero?.

Ninguna esposa de escritor le ha preguntado nunca a ninguna criada si ya llegó el escritor. Entre otras cosas, porque lo más probable es que no tenga criada, y porque sabe que su marido no ha salido; está en su cuarto, frente a la máquina, devanándose los sesos.

Un Lic., un Arq., un Dr., un Ing. antes del nombre, o un CPT después son signo de que alguien se ha pasado años leyendo libros que nadie leería de motu proprio. ¿Pero nosotros? para escribir novelas no se necesita más que leer novelas, que, después de todo, se supone que la gente lee por gusto. Así que además de parásitos superfluos, somos hedonistas.

Pero como para adquirir prestigio no podemos recurrir a la aridez, porque sería contradecir los principios mismo de nuestro arte, podemos acudir a otras profesiones, que además de lo difícil del estudio, tengan otras características que provoquen respeto por parte del público.

Un psicólogo, por ejemplo, es, en sociedad, mucho más aplastante que un ingeniero, aunque sea más difícil calcular un edificio que sentarse media hora a escuchar lo que dice un paciente. Todos le tienen miedo porque creen que les va a descubrir un defectazo. La mecánica de este proceso es que el ignorante no sabe qué signos pondrán en evidencia qué cosa. La magia del psicólogo está en que él descubre lo que nadie ve y llega a conclusiones que nadie entiende. La base del prestigio es la incomprensión.

Esto puede ser la salvación del escritor. Si, por ejemplo, en vez de contar la novela de principio a fin, la cuenta del fin a principio, si repite la misma escena desde tres puntos de vista diferentes, si quita del diálogo los nombres de los interlocutores, si describe una mesa como si fuera un paisaje, y un paisaje como una mesa, logrará confundir completamente al lector. Es posible que éste nunca termine de leer la novela, pero respetará al que lo escribió.

De ahora en adelante escribiremos así y dejaremos de ser parias.

Ideas en venta

El Claxon y el Hombre

17 junio, 2011 1 comentario

 ¿Hablando se entiende la gente? 

De Jorge Ibargüengoitia

Publicado en Instrucciones para vivir en México, compilado por Guillermo Sheridan. México. Editorial Joaquín Mortiz, 1990.

Estábamos en una reunión hablando de un ausente. Una señorita humanitaria le reclamó a un amigo mío:

—¿Por qué dices que te cae mal, si no lo conoces?

Mi amigo contestó:

 —Lo único que sé de él es que ha instalado en su coche un claxon que toca “La Marsellesa”. ¿Te parece poco? No sólo no lo conozco, sino que me cae mal y no tengo ganas de conocerlo.

Cuando escuché estas palabras sentí el escalofrío característico de cuando descubre uno alguna gran verdad. Bufón, hablando de los escritores, dijo: “el estilo es el hombre”; nosotros podemos agregar que, entre analfabetos, el claxon es el hombre. No sólo el claxon, sino la manera de usarlo. La señora que en vez de bajarse del coche a abrir la puerta de su casa, toca el claxon un cuarto de hora para que venga la criada a abrirle, el señor que detiene el coche (generalmente un Mustang) y da acordes estruendosos mientras espera a su novia que está en el baño maquillándose precipitadamente, el que da un trompetazo en cada esquina, sin disminuir la velocidad, como diciendo “Abran cancha que lleva bala”, o el que cree que a fuerza de tocar el claxon va a lograr poner en marcha el automóvil descompuesto que está parado frente al suyo, están poniendo en evidencia, no una característica superficial, sino la hediondez que brota de lo más profundo de su alma detestable.

En apoyo de esto que acabo de decir, que no es más que un preámbulo, voy a narrar aquí un suceso del que fui partícipe el otro día, que me tiene muy preocupado.

La cosa fue así. Estaba yo tranquilamente jugando “scrabble” con una amiga mía que vive en un condominio, cuando de pronto empezamos a oír el sonido de un claxon, modesto pero estridente, que tocaba dos veces en rápida sucesión, pasaban quince segundos y volvía a tocar: pip, pip, quince segundos; quince segundos, pip, pip. Así pasaron cinco minutos. Se suspendió el juego, porque no podíamos concentrarnos. Al cabo de los cinco minutos, nos levantamos de nuestros asientos y fuimos a la ventana, que es de un quinto piso. Vimos lo siguiente. Abajo, en el patio, había un Datsun blanco que no podía estacionarse porque había otro coche parado en el lugar que le correspondía al dueño del Datsun. Hay que advertir que en ese condominio cada propietario paga diez mil pesos por los seis metros cuadrados del estacionamiento. El dueño del Datsun seguía pip pip, quince segundos, pip, pip.

Aproveché una de las pausas para gritar con voz estentórea:

 —Oiga, cállese.

Ya la siguiente para agregar:

—¡Vaya a la caseta de policía y no esté . . . —aquí dije una palabra que quiere decir “molestando”, que es un poco más fuerte, pero no es ninguna de las dos más fuertes que pueden usarse en el mismo contexto y que son las primeras que se nos vienen a la cabeza en estos casos. La palabra que dije la voy a denominar con la letra F.

En el momento en que dije esto se produjo un silencio total. Santo remedio. Mi amiga me felicitó por mi acertada intervención. Regresamos a la sala y seguimos jugando.

Así pasaron veinte minutos. Cuando ya creíamos que el incidente había terminado, sonó el timbre. Voy a la puerta, abro y me encuentro frente a un joven jadeante, por los cinco pisos de escaleras, que me dice con voz entrecortada:

 —Venía a pedirle disculpas por haberlo molestado con el claxon.

Me conmovió. No sólo la disculpa, sino el jadeo, y la corbata que traía puesta.

—Hombre, no tenga cuidado —le dije.

Inmediatamente me arrepentí de habérselo dicho, porque después de la disculpa, recuperando un poco el aliento, prosiguió:

—Nomás que hablando se entiende la gente. Cualquier cosa puede discutirse en un plan amistoso. Si me dice usted “Tenga la bondad de no tocar el claxon” yo dejo de tocarlo. No es necesario usar palabras de carretonero.

¿Cuáles palabras de carretonero? Le dije “cállese”.

Me dijo, “no esté F”.  Así como dijo eso, podría haber dicho cualquier otra palabrota.

Podría, pero no la dije. Además, ¿por qué no he de decirle que no esté F, si eso es precisamente lo que está usted haciendo?

Aquí él me explicó todas las penalidades que tiene, todas las noches le quitan el estacionamiento y todavía yo le grito peladeces desde un balcón. Lo que no le expliqué fue que si no fuera yo tan cobarde, en vez de echarle un grito le hubiera echado una bomba Molotov. Pero lo extraño del caso es que el hombre, después de presentar su disculpa y hacer su reclamación, se retiró diciendo:

—He tenido mucho gusto en conocerlo —creyéndose muy irónico, pero con el hígado hecho trizas.

Pero lo que yo me pregunto es, ¿dónde aprende la gente a pensar tan mal?, ¿en las escuelas?, ¿en las oficinas? ¿en el seno de la familia? Porque nadie puede nacer tan equivocado. A este señor, que llega a su casa y encuentra a alguien ocupando su lugar de estacionamiento, lo primero que se le ocurre es molestar con el claxon a cincuenta o sesenta familias y se siente con derecho a que alguien baje desde el quinto piso y se le acerque para decirle:

—¿Que no me hiciera el favor de no tocar el claxon?

Por otra parte, si alguien llega, encuentra su lugar ocupado, toca el claxon y alguien le pega un grito, sólo le quedan dos posibilidades. Una, la más sensata, consiste en irse a su casa a tomar té de boldo. La otra consiste en subir al quinto piso, decirle al que le gritó:

—Usted a mí no me grita.

Y atenerse a las consecuencias.

Pero echar el viaje para dar disculpas con la esperanza de que se las ofrezcan a él es algo que me hace pensar que francamente, hablando no se entiende la gente. (Abril 1970)

Resuelve este Caso

De Jorge Ibargüengoitia

Publicado en Instrucciones para vivir en México, compilado por Guillermo Sheridan. México. Editorial Joaquín Mortiz, 1990.

David Suchet en su rol de Hercule Poirot

En las últimas semanas tres personas me han reclamado por no haber escrito un artículo sobre Agatha Christie con pretexto de su defunción.

A las tres les contesté lo mismo: que los libros de esta señora me parecen ilegibles, porque los que leí o traté de leer me han producido una de dos experiencias: descubro quién es el asesino en la página 40, por una razón intuitiva que nada tiene que ver con su culpabilidad —por ejemplo, creo que si un señor tiene como única característica el hábito de darle cuerda a todos los relojes de la casa, todos los días, tiene que ser el criminal—, o bien me pasa lo contrario, termino la novela sin dar pie con bola y no puedo entender la explicación que Poirot da al final.

Pero esta actitud mundana y despectiva es, en segundo análisis, falsa. Creo que lo que realmente me pasa con Agatha Christie, y con cualquier novela policiaca de deducción, es que para resolver misterios soy caso perdido.

Cuando hago el examen de mi vida pasada me pasa lo contrario que a Poirot: veo en la penumbra del pasado un bosque de casos sin resolver.

No que yo haya encontrado cadáveres al entrar en el comedor, ni zapatos en la orilla del estanque, ni recibido cartas firmadas con una gotita de sangre. Los casos que yo he tratado de resolver son de otra índole. Si se quiere son misterios pequeños, pero no por eso menos punzantes. Sobre todo, no por eso más fáciles de resolver. Uno de los más insolubles es: ¿quién se llevó el cascanueces?

En mi casa había dos cascanueces idénticos, que estuvieron en poder de mi familia cuando menos setenta años. Son antiguos, pero no mucho —mi madre los clasificaría como vejestorios—, no están bien diseñados —su forma evoca instrumentos de tortura de la Edad Media—, ni son de metal precioso —son pesados con una capa descascarada de plata.

Este es el corpus delicti. Los sospechosos somos los diez que comimos en mi casa un domingo de agosto de 1967. Entre la fruta había higos y nueces y desde esa fecha en mi casa no hay más que un cascanueces.

Muchas veces he regresado mentalmente a esta escena y siempre me estremezco ante su complejidad. De los diez que estábamos allí sentados ninguno tiene antecedentes penales, ni dinero mal habido, ni se sabe de alguno que padezca una enfermedad que consista en obnubilarse ante el destello metálico. Todos, estoy seguro, tienen cascanueces en sus respectivas casas. A ninguno, también estoy seguro, pudo haberle parecido que un cascanueces idéntico al que tengo ahora en la mano estaba dotado de belleza irresistible. Y sin embargo, ya nomás hay un cascanueces.

Otra posibilidad inquietante es que el cascanueces se haya ido a la basura, junto con las cáscaras de las nueces y los pellejos de los higos. ¿Quién se atrevería a deshacer esta alternativa?

Otro misterio insoluble de los que me rodean está representado por un tenedor de diferente diseño a los demás que hay en la casa. Apareció en el cajón de los cubiertos en 1950. Si mal no recuerdo este tenedor fue propiedad de la familia Herrasti. El culpable de este delito soy yo. Eso está claro, lo misterioso son las circunstancias que me llevaron a cometerlo.

Hay otro misterio que creo que está resuelto. Voy a explicarlo porque considero que su solución representa un triunfo no de la lógica, sino de la deducción parabólica.

Voy a empezar por el final. Hace unos meses tuvimos un grupo relativamente numeroso de gente a cenar. Cuando los invitados se fueron, mi mujer descubrió enredado en las púas de su cepillo un cabello muy largo y rubio platino. Un rato más tarde notó que el frasco donde se mezcla la mostaza inglesa había desaparecido.

En un instante resolvimos el misterio: en la fiesta había una sola mujer con el pelo rubio platino: la imaginamos usando el cepillo, y después colocando el frasco de la mostaza en su bolsa de mano.

Pero esta deducción me llevó a otra todavía más importante: aquella mujer había estado presente en otra ocasión, muchos años antes, la noche en que desapareció la mitad de un pastel de pollo. El triple crimen estaba resuelto. (Feb-1976)

 

Insultos Modernos

Reflexiones sobre un arte en decadencia

 

De Jorge Ibargüengoitia
 
Publicado en Instrucciones para vivir en México, compilado por Guillermo Sheridan. México. Editorial Joaquín Mortiz, 1990.

 

El director de la segunda escuela en que estuve, que era salvadoreño y ya viejo, tenía tres insultos predilectos: “patán”, “vulgarón” y “eres más papista que el Papa”. Todos los que pasamos por su escuela estábamos de acuerdo en que no había espectáculo más divertido que ver a don Alberto amoratado, balbuceando entre espumarajos:

 

—¡Patán! ¡Vulgarón! ¡Eres más papista que el Papa!

En consecuencia gran parte de las acciones del alumnado estaban dirigidas a conseguir este fin.

Este es un ejemplo de lo que es un insulto mal hecho y de las consecuencias que tiene imitarlo: el que insulta y falla está perdido, más le valiera no haber insultado.

Si analizamos los tres insultos de don Alberto nos damos cuenta de que los dos primeros son palabras sonoras que deberían tener cierta eficacia. Son deleznables porque se usan poco en México y porque se refieren a características del individuo que no son intrínsecas: se puede ser inteligentísimo y portarse como un patán.

Están dentro de la misma categoría que “groserote” o “ignorante”. Son insultos suicidas.

El ser alguien más papista que el Papa es ineficaz porque resulta críptico en un país en el que nadie le ha puesto peros a la autoridad papal y porque, además, no es posible hacer un insulto con tantas pes.

Sobre los insultos más usados cabe decir lo siguiente: son nacionales, automáticos e independientes del verdadero sentido de la frase.

Tomemos por ejemplo los tres grandes insultos mexicanos, palabrotas que no se pueden escribir en estas páginas. Uno de ellos es la definición de rasgos bastante vagos en el carácter de la madre del insultado, que según el caso pueden coincidir o no con la realidad. Esta última alternativa carece de importancia, porque el insulto, una vez proferido, produce irremediablemente descargas de adrenalina en el insultado.

El segundo insulto es todavía más extraño: es una orden de ir a ejecutar ciertos actos. Orden que a nadie, en sus cinco sentidos, se le ocurriría obedecer. Sin embargo, aparece un individuo sin ninguna autoridad, nos da la orden y en vez de entrar en el alegato de “¿Quién es usted para darme órdenes?”, sacamos el fierro, si lo traemos, y le damos un tajo.

El tercer insulto, que sin ser tan grave es más doloroso, se refiere a las características mentales del sujeto al que va dirigido el insulto, cuya eficacia estriba en que —a unos más y a otros menos, a unos esporádica y a otros sistemáticamente—, a todos nos falla el coco.

Los insultos tradicionales, considerados en su función de motores de la relación entre insultante e insultado, tienen defectos muy graves, uno es que carecen de elasticidad y conducen al diálogo por caminos muy trillados que terminan siempre en un impasse.

No hay nada más aburrido que oír a dos personas insultarse siguiendo el orden acostumbrado, para acabar diciendo:

¿Qué?

—¿Pos qué de qué?

—Lo que quieras, buey.

Al llegar a ese punto nefasto, los contendientes llegan a las manos o empiezan a decir “deténganme, porque lo mato”.

Otro defecto, probablemente el más grave, de los insultos tradicionales consiste en que no hacen mella en la reputación del insultado. Es decir, nadie va a creer que un señor es lo que le dijeron. La reputación del insultado depende de su reacción al insulto, no de la veracidad del mismo.

Tampoco le dan autoridad al insultante. Nunca he oído decir:

—Fulano le dijo (aquí entra una bastante gorda) a Zutano. Sus razones tendría.

Insultos que no tienen nada que ver con la realidad, que son automáticos, que conducen a un impasse, que no hacen mella y que no dan autoridad, deben ser desechados y sustituidos por nuevos insultos -de los que trataré en fecha próxima- que aunque resulten más laboriosos sean más eficaces. (15-mayo-70)

Malos Hábitos

Levantarse temprano

De Jorge Ibargüengoitia

Publicado en Instrucciones para vivir en México, compilado por Guillermo Sheridan. México. Editorial Joaquín Mortiz, 1990.

El viernes pasado encontré en Revista de Revistas un artículo escrito por mi buen amigo Loubet que es una especie de oda a los que se levantan temprano. Además de bien escrito está bien ilustrado. Allí aparecen los panaderos, los lecheros, los barrenderos, los que van a hacer ejercicio en Chapultepec, los niños que piden aventón para llegar a clase de siete, etcétera.

Esta lectura, unida a la circunstancia de que hoy tuve que levantarme a las cinco de la mañana, me han hecho recapacitar y llegar a la conclusión de que francamente, levantarse temprano no sólo es muy desagradable, sino completamente idiota.

Ahora comprendo que los últimos veinte años los he pasado en un mundo dado a la molicie.

—Paso por ti cuando reviente el alba. Es decir, a las nueve y media de la mañana —dicen mis amigos.

Pues sí, un mundo dado a la molicie del que no pienso salir.

Los efectos de madrugar son de muchas índoles, pero todos ellos corrosivos de la personalidad. Hay quien se levanta temprano a fuerzas, se para frente al espejo a bostezar y a arreglarse el cabello y la cara con el objeto de dar la impresión de que se lavó. Este intento generalmente es patético. Si alcanza lugar sentado en el camión que lo lleva al trabajo se duerme sobre el hombro del vecino, desayuna en la esquina del lugar donde trabaja unos tamales, o bien dos huevos crudos metidos en jugo de naranja -que es una mezcla que produce cáncer en el intestino delgado- pasa la mañana sintiéndose infeliz, trabajando un poquito y quitándose las lagañas; se va de bruces en el camión de regreso, a las seis de la tarde.

Los que se levantan temprano a fuerzas constituyen un grupo social de descontentos, en donde se gestarían revoluciones si sus miembros no tuvieran la tendencia a quedarse dormidos con cualquier pretexto y en cualquier postura. En vez de revolucionar, gruñen y dicen que el destino les hizo trampa.

Los que madrugan por gusto son peores.

—Yo siento que la cama materialmente me avienta a las cinco de la mañana.

—Mal veo despuntar el sol, brinco de la cama, abro la ventana y pregunto “¿solecito, solecito, qué quieres de mí hoy?”

—Cuando me estoy rasurando oigo el canto del primer jilguero, después, un regaderazo con agua helada, me seco con una toalla especial de ixtle para que me abra el poro, y por último mi té de boldo. Quedo como nuevo.

Esta clase de gente tiene la costumbre de salir a la calle de noche y caminar con paso vivaz por el centro del asfalto —le temen a la banqueta, porque creen que hay gente agazapada en los zaguanes, lista para asaltarlos; no se dan cuenta de que los asaltantes están dormidos a esa hora— dejan a su paso una estela de agua de Colonia o talco desodorante que queda flotando en el ambiente hasta que pasa el primer autobús. Van a misa de cinco, a la Adoración Nocturna, a hacer ejercicio, a pasear un perro desmañanado, o, peor todavía, a despertar al velador del edificio para que les abra el despacho.

Son por lo general, gente de dinero y creen que la fortuna que tienen se las concedió Dios nomás por el gusto que le da verlos levantarse temprano. Aconsejan esta práctica saludable a todo el que encuentran -en realidad no tienen otro tema de conversación, inventarían refranes si pudieran, como no pueden, repiten el consabido de “al que madruga, Dios le ayuda”, que es una afirmación que carece de fundamento histórico.

Esta clase de personajes también tiene la tendencia a obligar niños a que les piquen la panza con el dedo.

—Mira niño, es como de fierro. Aprende: estoy así porque me levanto temprano. Tengo sesenta años y mírame.

Llegan a los sesenta como jóvenes, dando brinquitos y mueren de sesenta y uno, víctimas de una trombosis cuádruple.

Los que inventaron que es bueno levantarse temprano son los que determinaron que los turnos de trabajo cambien rayando el sol, que los fusilamientos de lleven a cabo al amanecer, que se reparta la leche al alba, que no se permita la entrada de carga después de las siete de la mañana, etcétera. En resumen son los únicos responsables de que la ciudad empiece a funcionar a una hora de la que nada bueno puede esperarse. (18-jul-1972)

¡Qué pena con Don Jorge!

Hoy 22 de enero de 2011, Jorge Ibargüengoitia cumpliría 83 años, eso sería si hace 28 años (27 de noviembre de 1983) no hubiera perdido la vida en un trágico accidente aéreo en Mejorada del Campo, España. Se dirigía al Primer Encuentro de Cultura Hispanoamericana convocado por Gabriel García Márquez y a realizarse en Colombia.

 Desafortunadamente Ibargüengoitia es un escritor “al que no le ha hecho justicia la revolución” en muchos sentidos. Probablemente porque a algunos les parecía que trataba con poca vehemencia a los próceres de la Nación mexicana. Otra razón podría ser que nunca perteneció a lo que él mismo llamaba “el mundillo cultural” por lo tanto, como no estaba en “el reflector” aparentemente a los intelectuales se les “olvida” su obra.

Hace algunos años fui de visita a la ciudad de Guanajuato (como siempre hermosísima) tomamos un paseo guiado por la ciudad y después de que el taxista orgulloso de su pueblo nos llevara por los túneles y nos enseñara los lugares más turísticos, la Alhóndiga de Granaditas, El Teatro Juárez, La plaza de la paz, la Mina de la Valenciana, el lugar donde nacieron Diego Rivera y Jorge Negrete o las casas (así como las escaleras, iglesias, ventanas, puertas y parques) en donde se filmaron tales o cuales importantísimas telenovelas o películas de las que no teníamos ni idea. (Nosotros asentíamos anonadados, más por la belleza de la arquitectura, que por lo que nos decía)

«CASA ANTILLÓN»

Seguimos en el recorrido y yo ingenua, le pregunté al taxista si sabía dónde estaba la casa de Jorge Ibargüengoitia (yo sabía que había vivido en una casa muy conocida de la familia de Florencio Antillón, su abuelo materno) a lo que el buen señor contestó mientras se rascaba la cabeza ¿Segura que ese Jorge Iban-güen-go… (se enredó) era de aquí?

Mi cara se encendió como un tomate, mientras soportaba las burlas y las risas de dos argentinos y una mexicana, que iban conmigo y que habían tenido el infortunio de escucharme todo el camino en auto, con radio descompuesto y en hora pico, desde la ciudad de México hasta Guanajuato hablando maravillas de Ibargüengoitia (era cuando estaba haciendo la investigación para mi Tesis de Licenciatura), unas seis horas, tomando en cuenta que yo manejaba y según dicen, los que no tienen la misma noción del paso del tiempo que yo, lo hago muy lento.

Sólo para aclarar, Ibargüengoitia murió en un accidente aéreo, pero cuenta la leyenda, que sus restos están en una bala de cañón, como la que describió en su novela “Los relámpagos de agosto” y depositada en una columna del parque “General Florencio Antillón”.

Años después en el 2008 y en el marco del Festival Internacional Cervantino en Guanajuato teniendo como escenario el Teatro Juárez se llevó a cabo un homenaje a Ibargüengoitia (Un coloquio sobre su vida y obra) fue un evento organizado por Jorge Volpi y fue apenas una pequeña consideración a lo que se merece. (Aún después de muerto)

PARQUE «FLORENCIO ANTILLÓN»

Durante ese homenaje Manuel Felguerez, pintor que tuvo una amistad desde la escuela con Ibargüengoitia, se entera de que supuestamente sus restos están en un parque cercano, se dirige al lugar y encuentra senda placa que dice: “Aquí descansan los restos de Jorge Ibargüengoitia, en el jardín del que fuera su abuelo, el general Florencio Antillón, quien luchó contra los franceses”. Dicen que el pintor no lo podía creer. Que le pareció una burla que los guanajuatenses, no sepan que Ibargüengoitia era un prolífico escritor, sino sólo que es nieto de un General que luchó contra los franceses, como si no tuviera méritos propios. Ya ven porque digo: ¡Qué pena con Don Jorge!

En general, han sido pocos, pero muy importantes, los escritores que han vuelto los ojos a Ibargüengoitia, entre otros, Guillermo Sheridan, José de la Colina, René Delgado, Guillermo Ochoa, Octavio Paz,  Vicente Leñero, Alfonso González, Arturo Reyes Fragoso, Adolfo Díaz Ávila y Jaime Castañeda Iturbide.

Este último Jaime Castañeda ha sido uno de los más entusiastas defensores de la obra del guanajuatense en su libro “El humorismo desmitificador de Jorge Ibargüengoita” define el concepto humorístico pero desde el más concienzudo estudio, para poder definir el estilo crítico, sarcástico y antisolemne de Ibargüengoitia.

Voy a tomar prestadas las palabras de Castañeda Iturbide que en el aniversario luctuoso número 25 de Ibargüengoitia lo recuerda de la siguiente manera:

Lo primero que uno advertía en él era su corpulencia física, o dicho de otra manera, su gordura –¡cómo disfrutaba la comida y la bebida!–. Ibargüengoitia, sin embargo, era un hombre sencillo, antisolemne, que expresaba lo que sentía sin rodeos. Hablaba como escribía y escribía como hablaba, y en todo era espontáneo, pausado, gesticulador. Eso sí, detrás de las palabras y del tono tranquilo de su voz, detrás de esos ojos saltones con párpados a media asta, qué lúcido, agudo e insobornable era.

La primera reacción frente a sus artículos periodísticos –que nos ha recuperado Guillermo Sheridan en magníficos volúmenes antológicos– siempre era soltar la carcajada; pero por supuesto, luego venía la reflexión, porque no se trataba solamente de hacer reír, sino de desnudar la realidad, de trivializar en anécdotas aparentemente absurdas lo trascendente, de poner en evidencia una serie de cuestiones significativas. Como dice José de la Colina: “de penetrar en el desilusionante pero a la vez divertido juego del mundo, ridiculizando la solemnidad de nuestra vida diaria”.

El mismo desenfado y naturalidad para contar que se refleja en sus artículos y cuentos, aparece en sus novelas, las únicas que se atreven a desacralizar a los héroes nacionales, describiéndolos en carne y hueso, siempre bajo esa doble perspectiva desmitificadora y humorística, lúdica y crítica que confiere a su obra toda un carácter tan singular.

Efectivamente, Ibargüengoitia es un autor único; cuando todos respetan y veneran la Revolución mexicana, él escribe un libro, Los relámpagos de agosto, en el que la caricaturiza, parodia otros libros y ofrece el relato más creíble de un trágico episodio histórico; cuando todos publican novelas de grave denuncia sobre las dictaduras que ha padecido América Latina, él concibe una deliciosa farsa, Maten al León, en la que los héroes son tan ridículos como se venera tanto el intelectualismo, Ibargüengoitia escribe Estas ruinas que ves, y varios cuentos, La ley de Herodes, en los que continuamente se burla de sí mismo, y se retrata torpe, tonto, pobre, anti-intelectual.

Donde otros hubieran atizado el morbo de una gran masa de lectores, sobre un hecho sórdido, cruel y abominable tomado de la crónica roja de la prensa nacional, el guanajuatense escribe una novela basada en un hecho real, indignante sí, pero narrado con tal frescura, naturalidad y perfección, sin pretender dar lecciones de moral, que la convierte en una obra maestra de la narrativa contemporánea: Las muertas; cuando cualquiera hubiera escrito un texto sociologizante, “denso”, o una pésima novela policiaca, él presenta el divertido espectáculo de dos criminales que no entienden que lo que hacen es criminal: Dos crímenes; y finalmente, en lugar de sublimar a los héroes de la Independencia nacional, los baja de su pedestal y sin armar demasiado escándalo, pero sí soltando la frase oportuna como quien no quiere la cosa, nos relata el episodio más importante de nuestra historia patria, Los pasos de López, en la forma más espontánea, divertida y antisolemne.

Jorge Ibargüengoitia es quizá el único escritor verdaderamente humorista de la literatura mexicana contemporánea, no obstante que rechazara con frecuencia esa “pinche etiquetita de humorista”, como él decía.Desde luego, no es el escritor cómico que cuenta chistes para hacer reír, es un escritor con sentido del humor, que es muy diferente. Ibargüengoitia tiene ese “don”, esa cualidad, que hace que al escribir aparezca espontáneamente, con toda naturalidad, ese tono humorista, no por pura casualidad, sino por la visión y actitud que tiene ante la vida y la realidad, presente o pretérita.

El humorismo de Ibargüengoitia es desmitificador, desenmascara y desnuda, pero sin odio, sin rencor. Emplea la crítica y la ironía como sus enemigos; en un medio donde ingredientes básicos; sin embargo, predomina en él su espíritu lúdico. “Jorge era un hombre fundamentalmente alegre, llevaba un sol adentro”, así lo describe su esposa Joy Laville.En sus textos, el guanajuatense se vale de la parodia y la caricatura, pero su humorismo supera la fácil barrera de lo cómico, logrando un auténtico divertimento literario. Otra cualidad que le reconocemos es que no emite juicios de valor, ni pretende dar lecciones de moral, simplemente interpreta la realidad como él la ve, sin concesiones ni disimulos, como cuando saboreaba un Herradura reposado o degustaba un huachinango a la veracruzana.*

Si algo distingue a Jorge Ibargüengoitia de otros autores es su sentido crítico, sagaz, intimista, irónico y que además construye, es una llamada de atención, es una verdadera autocrítica y  no se queda solamente en lo humorístico como algunas personas insisten en catalogarlo. No por nada es mi autor favorito.

¡Feliz Cumpleaños Jorge Ibargüengoitia donde quiera que estés!

 

Como conocí a Jorge Ibargüengoitia

11 enero, 2011 3 comentarios

Como conocí a Jorge Ibargüengoitia

El primer acercamiento que tuve a la obra de Jorge Ibargüengoitia fue por medio de su producción dramática. Algún tiempo después y gracias al interés que despertaron en mí sus obras de teatro, y a una lectura obligatoria por imposición escolar, empecé a leer sus novelas y libros de artículos periodísticos.

Mi formación como periodista y mi gusto por la literatura hicieron que Jorge Ibargüengoitia y su obra fueran candidatos idóneos para convertirse en mis favoritos. Él, como yo, también fue llamado por el brillo de las candilejas, con el tiempo se percató de su imposibilidad de sostener una conversación con algunos actores, directores, escenógrafos, etc. Por lo que sus siguientes pasos fueron hacia el camino del cuento, la novela, la crítica, los ensayos y artículos periodísticos. 

Su incursión dentro del periodismo, se encuentra enmarcada por una visión sumamente particular de hechos que parten de las «vicisitudes cotidianas» tanto de su vida privada, como de sucesos políticos, deportivos, culturales e históricos, los cuales recrea con el apoyo de los recursos literarios adquiridos a lo largo de su formación y aderezados con su muy particular y sagaz punto de vista.

 Jorge Ibargüengoitia describe cómo incursionó, por primera vez, dentro del periodismo en un artículo que me parece lo deja muy claro:  «Hace dieciséis años que alguien, que no me conocía bien, me pidió que escribiera artículos de crítica teatral para publicarse en una pequeña revista de la que era jefe de redacción. . .

Yo, con el entusiasmo propio de la juventud y la esperanza de ganar doscientos pesos al mes, fui al teatro, escribí criticas, las entregué y empecé a comprar la revista con regularidad para ver cuando aparecían mis artículos. No los encontré. Al principio atribuí este fenómeno a que los estarían guardando para mejor ocasión, o para un número especial dedicado al teatro, pero al cabo de varias semanas empecé a sospechar que los estaban tirando a la basura» (1)

 En otro artículo,  Ibargüengoitia reproduce una conversación sostenida con Julio Scherer:  «. . . – los libros que usted escribe, don Jorge- me dijo el director de un periódico mexicano muy conocido, – los puede escribir cualquiera. En cambio, los artículos que usted hace le salen a veces muy bien –

. . . Me dijo esto en un momento en que quería convencerme de que yo me dedicara por completo al periodismo. Si yo dijera que esto fue para mi tentación y que resistí, diría mentiras. Mas que tentación fue uno de tantos barcos que se me han ido en la vida. Cerrando los ojos lo deje pasar» (2)

Ibargüengoitia lleva a cabo una sui generis mezcla de temas tanto periodísticos como literarios, así se trate de un breve artículo que se desprenda de un hecho cotidiano o noticioso, o de sus profundas revisiones de la historia de México, de las cuales parten muchas de sus novelas.  Cuando hablamos de este autor me gusta  incluir aspectos como su contexto histórico y familiar, (su origen guanajuatense) su formación (escuelas y «scouts») y la influencia que recibió de la literatura universal y de la mexicana, en especial los autores post-revolucionarios.

En una conferencia del ciclo “Los narradores ante el público” que se celebró en la Sala Manuel M. Ponce, el 12 de agosto de 1966 y fue organizada por el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), el mismo Ibargüengoitia dio respuesta a las preguntas de ¿Por qué?, ¿Cómo? y ¿Qué escribía?.

Para responder a la primera pregunta declaró: “Los escritores se llaman escritores porque escriben y tienen que seguir escribiendo para llamarse escritores. Los escritores son como las gallinas, que tienen que poner un huevo de vez en cuando para justificar su existencia. Este es el motivo fundamental de todo escritor: escribe porque es escritor; pero además todo escritor tiene motivos secundarios; hay quien escribe por dinero, hay quien escribe por vanidad, hay quien escribe porque cree que sabe algo que los demás ignoran y que conviene que todo el mundo sepa, hay quien escribe porque quiere leer un libro que no existe”

 . . . añadió que “lo que he ganado como escritor es una miseria incapaz de tentar a un mendigo; los elogios que he recibido no son nada comparado con las censuras que me han hecho y además he sido elogiado por mis defectos más censurables y censurado por mis virtudes mas elogiables. . .

 . . . Con lo anterior quedan descartados el dinero y la vanidad como mis posibles motivos secundarios y estoy convencido de saber muchas cosas que la mayoría de las personas ignoran, pero no veo la utilidad de (ni tengo mayor interés en) que lo que yo se lo sepan también los demás y finalmente confieso que escribo un libro por deformación profesional y cada vez que quiero leer un libro de Jorge Ibargüengoitia, que es mi escritor favorito”.

 Al comentar cómo escribe, dijo lo siguiente “me viene de haber sido dramaturgo antes que narrador” y explicó que “la deformación profesional de dramaturgo que tengo me ha impedido aprovechar las ventajas como novelista y mi obra mas larga Los relámpagos de agosto (3) puede leerse de un tirón y en dos horas y media. Por lo tanto, mi novela, es la novela de un dramaturgo”.

 Ibargüengoitia, refiriéndose a lo que escribe, enumeró las características del protagonista de Los relámpagos de agosto  que reconoció compartir con su personaje: “El se siente vilipendiado, injustamente relegado, mal retribuido y mal interpretado; es capaz de participar en una conjura, pero incapaz de comprenderla; capaz de planear grandes operaciones, pero incapaz de cuidar los detalles; es respetuoso con los fuertes y despiadado con lo débiles; inoportuno en sus expresiones de furor y muy torpe para cortejar a la autoridad. Además, Ibargüengoitia confesó que también le gustaría tomarse una botella de coñac Martell cada vez que se siente deprimido, resfriado o eufórico. El General Arroyo, concluyó el conferenciante, es una máscara de Jorge Ibargüengoitia” (4)

Por eso aunque no tuve el placer de conocerlo en persona, coincido con él en que a mí, como al General Arroyo y como al mismo Ibargüengoitia, también me gustaría tomarme una botella de coñac Martell cada vez que me sienta deprimida, resfriada o eufórica  o todas las anteriores. ¿Verdad Miguel?

(1)    Jorge Ibargüengoitia. Autopsias rápidas. Vuelta, México, 1985. (pp 92-93)
(2)  J.I.  Autopsias rápidas, op. cit. pag. 128
(3)  Jorge Ibargüengoitia. Los relámpagos de agosto. Joaquín Mortiz, México, 1965
(4)  El cuento contemporáneo # 12, “Jorge Ibargüengoitia”. Material de lectura, UNAM, México, 1986.

¿Quién pide la próxima Olimpiada?

Otra fiesta que se agua

De Jorge Ibargüengoitia
Publicado en Instrucciones para vivir en México. Compilado por Guillermo Sheridan. México. Editorial Joaquín Mortiz, 1990.

El miércoles, en segundo término, debido a la sensacional matanza de israelíes y fedayines y relegada a la sección D del periódico, apareció la foto de unos individuos sonrientes cargados de maletas. «Después de una semana de vacaciones en Munich», dice el pie, «los remeros mexicanos arribaron ayer por la tarde, cargados de recuerdo para sus familiares…» A continuación se nos explica que el «reposo» de los fotografiados se prolongó debido a que ni siquiera calificaron para las pequeñas finales.

El veneno que destila el texto es expresión de un sentimiento generalizado en toda la República.
– No pudieron calificar – piensa el mexicano medio al ver esta clase de fotos – pero se divirtieron como enanos. Aquí hay uno que trae en la mano paraguas para toda la familia.

No importa ni la edad ni la condición física del observador. Hay artículos que dicen:

– ¡Hasta Argentina tiene medalla y nosotros no aparecemos en la lista!

Si algún día me nombran jefe de la delegación mexicana a una olimpiada futura, voy a arengar a los deportistas en los siguientes términos:

– A través de esas cámaras que ven allí, cincuenta millones de mexicanos – o los que sean para esas fechas – los contemplan.

Con esto, perderán igual que siempre, pero en vez de regresar sonrientes, pedirán asilo político en el país anfitrión.

Pero volviendo a la nota de la que hablaba, yo francamente no comparto este resentimiento nacional hacia los que no calificaron. Por varias razones.

La primera es que yo tampoco hubiera calificado, la segunda, que México nunca ha sido famoso productor de atletas, ni se ha distinguido por su habilidad para descubrir el talento de sus habitantes, ni por aprovecharlo. Además de esta ceguera existe un prurito por figurar. Se manda una delegación enorme, no porque haya probabilidades de ganar en muchas competencias, sino para que el día de la inauguración de los juegos se presente un contingente respetable – sus integrantes vestidos de inditos- que bailen la danza del huitlacoche al son de la chirimía, y «coseche palmas» de parte de cien mil alemanes que creen que están viendo visiones.

De esto se trata, pero no se confiesa. Se dice que lo importante «no es ganar, sino participar» y se manda a competir a gente que no ha roto marcas mundiales ni en sueños y que no tiene por qué romperlas en un país extraño, con los nervios producidos por una responsabilidad que no tiene proporción con lo que está en juego.

Van los mexicanos a ver si ganan de chiripa, no califican, regresan a su país y la gente se ofende porque se bajan del avión sonrientes.

¿Por qué no van a sonreír? ¿No les acaban de dar gratis un viaje a Europa? ¿No les regalaron una cazadora bastante ridícula y una maleta blanca? Hay que admitir que aunque no hayan calificado su situación es bastante envidiable. Entonces, ¿por qué esperar que se bajen del avión llorando?

Esto por lo que se refiera a la delegación mexicana. Por lo que se refiere a las Olimpiadas en general, que no me cuenten que son la fiesta de la paz, la hermandad internacional y el homenaje a la proeza física. Al contrario. Son la fiesta del nacionalismo y la guerra incruenta. ¿Qué otra cosa, si no nacionalismo puro, son las banderas y los himnos y la gente enloquecida frente a las cámaras cada vez que un compatriota gana una competencia?

El deporte será todo lo saludable que ustedes quieran, pero en los juegos olímpicos y dada la manera en que éstos se organizan, no sirven más que para fomentar odios entre naciones y para producir complejos de superioridad y de inferioridad. Las Olimpiadas también son un negocio magnífico para los medios de difusión.

Para los anfitriones, en cambio, son descalabros sin paliativo. Y cada vez es peor. Hasta la Olimpiada de Tokio el descalabro no era más que económico. El día de la clausura el país quedaba con las deudas y una serie de recintos deportivos que eran en su mayoría elefantes blancos. Pero en las dos últimas Olimpiadas, además del gasto, y los elefantes blancos, los anfitriones han estado en situaciones críticas y sus respectivos gobiernos han quedado con muy mala reputación. Por eso cabe preguntar:

¿Quién pide la siguiente Olimpiada?

Jorge Ibargüengoitia dice de sí mismo

Jorge Ibargüengoitia dice de sí mismo

De Jorge Ibargüengoitia
Publicado en Instrucciones para vivir en México, compilado por Guillermo Sheridan. México. Editorial Joaquín Mortiz, 1990.

Nací en 1928 en Guanajuato, una ciudad de provincia que era entonces casi un fantasma. Mi padre y mi madre duraron veinte años de novios y dos de casados. Cuando mi padre murió yo tenía ocho meses y no lo recuerdo. Por las fotos deduzco que de él heredé las ojeras. Ya adulto encontré una carta suya que yo podría haber escrito. Al quedar viuda mi madre regresó a vivir con su familia y allí se quedó. Cuando yo tenía tres años fuimos a vivir en la capital; cuando tenía siete, mi abuelo, el otro hombre que había en la casa, murió.

Crecí entre mujeres que me adoraban. Querían que fuera ingeniero: ellas habían tenido dinero, lo habían perdido y esperaban que yo lo recuperara. En ese camino estaba cuando un día, a los veintiún años, faltándome dos para terminar la carrera, decidí abandonarla para dedicarme a escribir. Las mujeres que había en la casa pasaron quince años lamentando esta decisión -“lo que nosotras hubiéramos querido”, decían, “es que fueras ingeniero”-, más tarde se acostumbraron.

 Escribí mi primera obra literaria a los seis años y la segunda a los veintitrés. Las dos se han perdido. Yo había entrado en la Facultad de Filosofía y Letras y estaba inscrito en la clase de Composición Dramática que daba Usigli, uno de los dramaturgos más conocidos de México. “Usted tiene facilidad para el diálogo”, dijo, después de leer lo que yo había escrito. Con eso me marcó: me dejó escritor para siempre.

 Al principio parecía que mi carrera literaria iría por el lado del teatro y sería brillante. Mi primera comedia fue puesta en escena, con éxito relativo, en 1954, la segunda lo fue en 1955, las dos fueron recogidas en antologías del teatro mexicano moderno, Usigli me designó para que lo reemplazara cuando se retiró, gané tres becas al hilo – única manera que había entonces de mantenerse en México siendo escritor-. Pero llegó el año de 1957 y todo cambió: se acabaron las becas -yo había ya recibido todas las que existían-, una  mujer con quien yo había tenido una relación tormentosa, se hartó de mí, me dejó y se quedó con mis clases, además yo escribí dos obras que a ningún productor le gustaron. (En esto intervino un factor que nadie había considerado: tengo facilidad para el diálogo, pero incapacidad para establecerlo con gente de teatro.)

 Siguieron años difíciles: hice traducciones, guiones para película, fui relator de congreso, escribí obras de teatro infantil, acumulé deudas, pasé trabajos. Mientras tanto escribí seis obras de teatro que nadie quiso montar. En 1962 escribí El atentado, mi última obra de teatro. Es diferente a las demás: por primera vez abordé un tema público y basé la trama en un incidente real, la muerte, ocurrida en 1928, de un presidente mexicano a manos de un católico. La mandé a un concurso en México y no pasó nada, la mandé a Cuba y ganó el premio de teatro de la Casa de las Américas en 1963. Durante quince años, en México, las autoridades no la prohibieron, pero recomendaban a los productores que no la montaran, “porque trataba con poco respeto” a una figura histórica. Fue estrenada en 1975.

El atentado me dejó dos beneficios: me cerró las puertas del teatro y me abrió las de la novela. Al documentarme para escribir esta obra encontré un material que me hizo concebir la idea de escribir una novela sobre la última parte de la revolución mexicana basándome en una forma que fue común en esa época en México: las memorias de general revolucionario. (Muchos generales, al envejecer, escribían sus memorias para demostrar que ellos eran los únicos que habían tenido razón.) Esta novela, Los  relámpagos de agosto, fue escrita en 1963, ganó el premio de novela Casa de las Américas en 1964, fue editada en México en 1965, ha sido traducida a siete idiomas y en la actualidad, diecisiete años después, se vende más que nunca.

El éxito de Los relámpagos ha sido más prolongado que estruendoso. No me permitió ganar dinerales pero cambió mi vida, porque me hizo comprender que el medio de comunicación adecuado para un hombre insociable como yo es la prosa narrativa: no tiene uno que convencer a actores ni a empresarios, se llega directo al lector, sin  intermediarios, en silencio, por medio de hojas escritas que el otro lee cuando quiere, como quiere, de un tirón o en ratitos y si no quiere no las lee, sin ofender a nadie -en el comercio de libros no hay nada comparable a los ronquidos en la noche de estreno-.

Aparte de Los relámpagos he escrito cinco novelas y un libro de cuentos que, si quiere uno clasificarlos, se dividen fácilmente en dos tendencias: la pública, a la que pertenecen

Los relámpagos de agosto ( 1964), Maten al león (1969) –la vida y la muerte de un tirano hispanoamericano-, Las muertas (1977) -obra basada en acontecimientos famosos que ocurrieron en el interior de un burdel -y Los conspiradores– que está inspirada en los inicios de la guerra de independencia de México-. Los sucesos presentados en estas novelas son reales y conocidos, los personajes son imaginarios. La otra tendencia es más íntima, generalmente humorística, a veces sexual. A ella pertenecen los cuentos de La ley de Herodes (1967), Estas ruinas que ves (Premio Internacional de Novela “México”, 1974) y Dos crímenes (1979).

En 1965 conocí a Joy Laville, una pintora inglesa radicada en México, nos hicimos amigos, después nos casamos y actualmente vivimos en París.

El puente de los asnos

El puente de los asnos

De Jorge Ibargüengoitia
Recopilado en Viajes en la América Ignota. México, Editorial Joaquín Mortiz. Páginas 146-154.

 

Cuando hablo con personas más jóvenes que yo que pasaron por las mismas escuelas, llegamos irremisiblemente a la conclusión de que la época en que yo estudié es, comparada con la actual, la edad de oro de la enseñanza.

En efecto, muchos de mis profesores se han distinguido en la vida real. Uno de ellos es secretario de Estado, otro, subsecretario, otro fue durante muchos años jefe de un partido político, otro murió, y su nombre fue a dar en letras de oro en la entrada de un recinto público, etcétera.

Otro de ellos, sin haber llegado a alguna cumbre burocrática o pública, han dejado huella en la educación mexicana, son autores de libros de texto, inventaron nuevos sistemas de formular la regla de tres, y uno de ellos adquirió fama por haberse aprendido de memoria las tablas de logaritmos, del uno al cien —pasó tres años en un manicomio, siguiendo un tratamiento especial que le dieron para que las olvidara.

Lo que quiero decir es que, vista desde lejos, la educación que recibí es de primera. Vista en detalle, en cambio, presenta serias deficiencias.

Uno de los éxitos académicos más grandes que tuve en la primaria ocurrió cuando cursaba el quinto año. El profesor Farolito, llamado así porque se le encendían las narices cada vez que perdía la paciencia, cosa que ocurría dos o tres veces diarias, hizo una pregunta de Geografía, que no sólo no recuerdo, sino que estudiando el mapa no puedo ni siquiera imaginar en qué consistió. Supongo que ha de haber estado formulada más o menos así:

 —¿Cuál es el río del Canadá que nace en las montañas N y desemboca en el lago M?

Se la hizo a un alumno que estaba sentado en la primera fila:

—El San Lorenzo —contestó el interrogado.

—Falso —dijo el maestro y señaló al alumno que estaba sentado junto, para indicar que era su turno de responder.

—Saskatchewan —contestó éste.

—Falso.

Fue preguntando, uno tras otro, a cuarenta alumnos. Todos ellos, que eran completamente imbéciles, dieron por respuesta una de las dos que ya estaban probadas falsas. A pesar de que Farolito usaba goma de tragacanto para aplastarles el pelo sobre el cráneo y en los bigotes para conservar las puntas retorcidas hacia arriba, todo se le empezó a erizar al ver el fracaso de su enseñanza. Hasta que por fin me tocó el turno de responder.

—El Mackenzie —dije.

Farolito casi se desmayó de gusto.

 —Dos puntos a Ibasgonguitia —ordenó. Nunca logró pronunciar mi nombre correctamente.

 Me puso como modelo de aplicación. Como ejemplo de que basta con poner atención a lo que se dice en clase para saber las respuestas. Mi triunfo hubiera sido más completo si no se le hubiera ocurrido al profesor pedirme que explicara a mis compañeros cómo había yo llegado a la conclusión de que la respuesta correcta era “Mackenzie”.

 Yo expuse lo siguiente:

—Al hablar de los ríos del Canadá sólo se han mencionado tres nombres. San Lorenzo, Saskatchewan y Mackenzie. Si usted ya había dicho que la respuesta correcta no era ninguno de los dos primeros, tenía que ser el tercero.

La nariz de Farolito se encendió:

—¡Dos puntos menos a Ibasgonguitia!

 No perdí nada, porque los dos puntos que Farolito daba y quitaba con tanta libertad eran algo que anotaba en una lista un gordinflón que se sentaba en la primera fila, pero que nunca llegó a materializarse en las boletas semanales, en donde no había espacio para anotar ni los puntos buenos ni los malos.

Yo era entonces un rollizo niño de diez años que usaba unos pantalones cortos que antes, siendo largos, habían colgado de cinturas más venerables. Pasaba seis horas diarias sentado en una banca con la mente en blanco. Si algo aprendí ese año, lo he olvidado.

Recuerdo, en cambio, que Farolito llegó un día de bufanda y estuvo escupiendo en un paliacate que se guardaba en la bolsa. Al día siguiente faltó y estuvimos dos meses sin maestro y sin nadie que lo reemplazara. Los pasamos golpeándonos unos a otros, brincando encima de las papeleras, o haciendo guerras de ligazos con cáscara de naranja. Un día se nos pasó la mano y el prefecto de orden, el maestro Valdez, que era un ogro, nos agarró in fraganti.

En castigo, nos puso a escribir una composición de seis páginas sobre las virtudes de la madre mexicana.

—Nadie se va a su casa hasta que no estén llenas esas seis páginas.

—Pueden comparar a la madre mexicana, que se desvive por sus hijos y va a todas partes cargándolos, al mercado, al cine, a misa, etcétera, con las costumbres de las madres norteamericanas, que llevan a sus hijos a una guardería y los dejan allí abandonados, mientras ellas se van a divertir y a tomar cócteles.

 Este tema lo barajé catorce veces hasta llenar las seis páginas, diciendo a cada presentación: “¡Qué diferencia!”.

 El día que regreso Farolito, cadavérico, de abrigo, bufanda y sombrero, apoyado en un bastón de un lado, y del otro en su hermana, nos dio un gusto que nunca hubiéramos imaginado. Se acabó el desorden y volvimos a la normalidad. Es decir, seguimos sin aprender nada.

 Voy ahora a recordar lo ocurrido en otros años.

 Por ejemplo, el primero de secundaria. Los rasgos fundamentales de este curso para mí, fueron la aparición en mi vida del maestro Raspita (Aritmética), conocido por los alumnos de tercer año como “la Cachimba”. A la colaboración entre Raspita y yo se debe que yo nunca haya podido aprender a sacar raíz cuadrada o raíz cúbica de un número. Esta deficiencia, que yo consideraba una desgracia, me persiguió hasta la Escuela de Ingeniería, en donde descubrí, con satisfacción, que el setenta por ciento de los maestros compartían mi incapacidad, y la remediaban usando la regla de cálculo, que para eso es.

 Aparte de no enseñarme a sacar raíces, Raspita dejó en mi memoria, muy bien grabadas, dos palabras que nunca había oído antes de conocerlo y que no he tenido necesidad de usar después “momio” y “guarismo”, por número.

 En primero de secundaria, también, me daba clase un señor chaparro, que tenía traje negro, portafolios y los pelos en forma de aureola. La influencia que este hombre ejerció en mi vida es tan leve que no recuerdo ni siquiera qué materia enseñaba. Se apellidaba Moreno.

 Otro maestro famoso era el de Geografía Física. Era blasfemo. Nos escandalizó el día en que anunció que la Biblia estaba equivocada, porque en la Tierra no había agua suficiente para producir el Diluvio. Pero aparte de blasfemo era astrónomo y ahora comprendo que sabía expresarse, porque me inculcó la idea de que la tierra no es más que un cuerpo minúsculo perdido en la nada, que forma parte de un sistema que se va ensanchando, como partículas expulsadas centrífugamente por causa de una explosión. Era más de lo que yo estaba capacitado para aprender. Pasé varios años convencido de que la vida no vale nada.

 El profesor de Botánica nos producía un terror completamente irracional, porque era muy buena persona. Sin embargo, no logró, en su exposición, conectar lo que estaba enseñando con la realidad. Prueba de esto es que nunca en mi vida ha tomado algo entre las manos y dicho:

–Esto es dicotiledóneo.

 Uno de los profesores de la secundaria que recuerdo con mayor precisión es la Coqueta. Daba clase de Historia Universal. Se sentaba en el borde del escritorio y apuntaba con una regla al alumno que había elegido por víctima.

 –Háblame de la Guerra de Treinta Años –el otro empezaba tartamudear–.

Falso. Sigue… Falso. Sigue… Falso. Tienes cero. Siguiente.

 Cuando se enfadaba decía: “¡Ay, qué fastidio!”.

 A pesar de que estudie su materia con gran cuidado y saqué diez al final del año, todo lo que recordaba de la Guerra de Treinta Años al recibir la boleta es que había durado treinta años. En cambio, recordaba con gran claridad lo que el libro de texto decía sobre México, porque esto no lo vimos en clase, sino que lo leí en mis ratos de ocio. Hasta la fecha, treinta años después, todavía puedo repetirlo.

 Era un párrafo en letra pequeña que abarcaba desde la Colonia hasta el Porfiriato. Decía así: “La mezcla de español e indígena, produjo en México una nueva raza que se ha distinguido por sus virtudes guerreras y por el aborrecimiento que le inspira todo lo europeo. En 1810 el Cura Miguel Hidalgo inició una guerra para expulsar a los españoles, intento que se vio coronado por el éxito en 1821…”, etcétera.

 Una de las materias que más nos interesaba en los años de secundaria y preparatoria era la Química. Teníamos un libro gordo con dibujos y esquemas, que tenía textos como el siguiente: “Propiedades: es un líquido viscoso de olor repulsivo que puesto sobre la piel produce escoriaciones. Es muy venenoso. Manera de obtenerlo…”.

 Las prácticas de laboratorio eran siempre un desastre. El maestro tenía una mesa de experimentos más elevada que las nuestras. Allí iba mezclando sustancias en una serie de probetas, hasta obtener en cada una de ellas un producto de un color característico y sorprendente. A continuación, nosotros repetíamos las mismas operaciones que acababa de efectuar el maestro y al final obteníamos en todas las probetas algo parecido al lodo.

 Otra materia notable era la Física. Al llegar al capítulo referente a la electricidad, el maestro cerró la boca, y se pasó seis meses dibujando en el pizarrón diagramas de aparatos embobinados cuyo uso nadie llegó a comprender. Nos conformábamos con copiar los diagramas en nuestros cuadernos. Mientras hacíamos esto, en la mente de cada uno de nosotros había la siguiente idea: “en este momento no entiendo lo que estoy haciendo, pero un día, con calma, me voy a sentar frente a este cuaderno y todo va a quedar clarísimo”. En mi caso, cuando menos, esto nunca llegó a ocurrir.

 Otras materias, como por ejemplo, las etimologías, que no tenían ningún interés y que evidentemente no tenían tampoco ni importancia ni aplicación práctica, se dificultaban porque el maestro que las enseñaba era un ogro.

 –Ustedes son unos masticadores de carroña –nos decía el profesor Baldas.

Tenía el convencimiento de que había vivido heroicamente.

–Tres veces me formaron cuadro. Tres veces he estado frente al pelotón de

fusilamiento.

 Desgraciadamente no llegó a ser ejecutado y vivió para hacerme pasar setenta de las horas más soporíferas de mi vida. Nunca supimos cuál era la causa de que tres veces hubiera estado a punto de ser fusilado, ni tampoco llegamos a saber que intervención inesperada o qué cambio de fortuna le salvó la vida tres veces. Estas dos materias hubieran sido más interesantes que la que él enseñaba.

 Otras horas detestables eran las que pasábamos con el Moscardón, que en paz descanse. No sé por qué nos detestaba tanto como nosotros a él. Llegaba siempre retrasado, a las tres y cuarto de la tarde, ponía el portafolios sobre la mesa, cruzaba las manos sobre él y bostezaba antes de decir:

 –Comen como boas o como náufragos y luego vienen a dormirse en clase.

Logró lo increíble: hacer aburrida una clase de México Independiente. (…)